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o menos que se nos pide a los adultos al celebrar el Día del Niño es que hagamos el intento de ponernos en el lugar de los niños. No se trata de infantilismo, ni de niñerías o cosas parecidas, sino del serio esfuerzo de mirar la vida, el mundo, la familia, y todo lo demás, con los ojos de los niños. Los resultados de esa mirada son sorprendentes, y se expresan en esas preguntas de los niños que -con frecuencia- descolocan a los adultos: ¿por qué la noche es oscura?, ¿cómo hicieron a mi hermanita?, ¿por qué no se cae la luna?, ¿por qué hay niños que no tienen comida? Seguramente, cada uno de ustedes podrá recordar esas preguntas luminosas que ha escuchado de sus hijos, nietos, sobrinos, alumnos…
Esto de ponerse en el lugar de los niños significa abrirnos a otra manera de ver las cosas y de acoger la realidad, y es -también- el novedoso anuncio que hace el Señor Jesús acerca del modo de conocer a Dios: “les aseguro que si ustedes no vuelven a ser como niños, de ningún modo entrarán en el Reino de los cielos” (Mateo, 18,4). Es decir, no sólo se trata de aprender a ponerse en el lugar de los niños, sino que mirar a los niños como nuestro modelo para conocer a Dios y vivir en relación con El. Tampoco esto se trata de infantilismos, ingenuidades o niñerías, sino de algo tan serio, profundo y verdadero como que vivir en la confianza y en paz está entre los anhelos más hondo del ser humano, y el modelo ideal de lo que significa vivir en la confianza son los niños ante su papá y mamá. Sólo aprendiendo de los niños es posible conocer a Dios, acogerlo como Padre y Madre, y vivir en relación con El.
En los tiempos y en la cultura en que se escribieron los evangelios, los niños más que ser una expresión de inocencia, eran considerados una expresión de insignificancia y marginación, sólo eran sujetos con derechos y deberes a partir que eran capaces de ejecutar trabajos o eran aptos para la guerra. Así, a los niños sólo les quedaba confiar en sus padres, en su protección y enseñanzas; la confianza de los pequeños era su realidad más vital, sin pararse a reflexionar en ella ni calcular. La confianza de los pequeños es el modelo que nos propone el Señor Jesús para conocer a Dios como Padre y Madre, y vivir en su Espíritu. Ahí nos invita a ponernos en el lugar de los niños.
Por eso es que la primordial confianza de los pequeños contrasta tan brutalmente con la actitud de tantos adultos, también papás y mamás, que matan en los niños esta actitud tan necesaria para la vida, para vivir bien y para conocer a Dios.
La agresividad y la violencia en todas sus formas, matan la confianza; con la violencia en cualquiera de sus expresiones (física, verbal, sicológica) se realiza el asesinato de lo mejor que tiene cada persona -niño o adulto- para situarse en el mundo: la confianza de los pequeños.
¿Recuerda usted el poema de Dorothy Law Nolte, “Los niños aprenden lo que viven”? Según una encuesta realizada en 2018, el 71% de los niños había sufrido violencia de parte de algún familiar. También en estos tiempos de cuarentena y el aumento de la irritabilidad y violencia intrafamiliar, los que pagan las consecuencias son los niños: cuando hay violencia en el hogar o entre los padres, significa que los niños viven en la violencia. De la misma manera, el asesinato de la adolescente Ambar Cornejo, hace diez días, muestra la inseguridad en que viven tantos niños y jóvenes que están bajo la supuesta protección del estado, a través del Sename. Para mayor abundancia, hay progenitores que no tienen compasión de sus propios hijos, pues con ocasión de la devolución del 10% de los fondos previsionales ha salido a la luz pública que ¡el 84% de las pensiones alimenticias están impagas!
¿Pueden los adultos ser confiables para los niños? ¿Pueden confiar los niños en sus papás y mamás? La confianza de los niños en sus papás y mamás, y en “el mundo adulto” es uno de los mayores tesoros que tenemos que cuidar entre todos para que la violencia no se siga apoderando de todos los ámbitos de nuestra sociedad. Para cuidar la confianza -y para conocer a Dios- tenemos que aprender a ponernos en el lugar de los niños.
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