
Ante tantas situaciones tan dolorosas que acontecen en nuestra sociedad, es evidente que hay mucho que corregir para enmendar el rumbo. En estos cambios tan necesarios se requiere alguien que corrija -y sepa hacerlo- y la disposición a dejarse corregir por otros.
Se atribuye a Pitágoras -el antiguo filósofo y matemático griego- aquel consejo que dice: “si no tienes un amigo que te corrija, paga a un enemigo para que lo haga”. En realidad, un mínimo de sentido común -ese que a veces es tan escaso- nos permite darnos cuenta que todas las personas e instituciones necesitamos que otros nos corrijan, que nos ayuden a ver mejor nuestros errores, y nos animen a crecer y mejorar como personas, como instituciones y como sociedad.
Corregir no es echar en cara al otro sus fallos, sino mostrar una realidad para ayudar a superarla; por eso, es un modo de sentirnos responsables unos de otros. La búsqueda del bien del otro y del bien común, así como la amistad verdadera, también significa corregir, aconsejar y animar frente a los errores y fallos del otro.
Al corregir a otro se está buscando ayudar, no aplastar. Por eso, se corrige cuando no hay agresividad ni echando en cara los errores, sino cuando hay preocupación por el bien del otro. Corregir a otro exige un diálogo de “tú a tú”, un cara a cara, con verdad y respeto, sin mandar a decir las cosas con otros. Se trata, pues, como decía Pitágoras, de un acto de amistad verdadera y, más todavía, para la tradición cristiana se trata de una obra de misericordia.
Puesto que todos necesitamos ser corregidos, y corregir -de verdad- a otros es un acto de amistad verdadera, es importante estar prevenidos frente a las distorsiones que acechan a esta acción tan necesaria en la convivencia humana.
Una distorsión es la de aquellos que sólo esperan alabanzas y aplausos de los demás, y en la vanidosa ceguera de su soberbia tienen mil justificaciones para neutralizar la corrección, para echar la culpa a otros o a las circunstancias, o descalificar al que corrige. Es la distorsión del triunfalismo de los vanidosos y de la ceguera de los soberbios.
Otra distorsión es la de quienes se desentienden de los demás, a menudo con argumentos de libertad y de respeto a la persona, sin mostrarles el camino errado que recorren ni invitándolos a recapacitar. Es la distorsión del egoísmo camuflado y de los silencios cómplices.
Otra distorsión es la de los que hablan a espaldas de otros y airean a los cuatro vientos los defectos y fallos de los demás. Son los sembradores de cizaña, los “peladores” que en su distorsión destruyen las relaciones humanas.
Todos necesitamos ser corregidos y aprender a corregir, lo necesitamos las personas y las instituciones. También como Iglesia, ante las dolorosas y vergonzosas situaciones de abusos cometidos por algunos de sus miembros, y en la incapacidad del sistema eclesial de funcionar adecuadamente según sus propias normas, hemos necesitado ser corregidos por la sociedad. Estas correcciones que la sociedad hace a la Iglesia, así como el juicio penal a algunos de sus miembros, es parte de la ayuda que la Iglesia recibe de la sociedad, pues como señala el Concilio Vaticano II: ““la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes, por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden la razón íntima de todas ellas” (GS 44).
Aprender a corregir es un acto de amistad verdadera, es una obra de misericordia. Saberse necesitado de corrección y aceptar la corrección de otros es tener el realismo del sentido común y la humildad necesaria para crecer en la vida.