Juan Carlos Claret Pool *
Santiago, 3 jun 2019.
Un sesgo cognitivo es un atajo intelectual que permite llegar a conclusiones saltándonos varias premisas. Por ejemplo, es un sesgo cognitivo lo que nos permite correr si vemos llegar a una persona con los ojos desorbitados, sudando y con un arma en la mano. Ahí no cabe preguntarle ¿está drogado? ¿Me quiere hacer daño? Uno simplemente corre. Los sesgos, en consecuencia, se asoman como un mecanismo de sobrevivencia. No son buenos ni malos, sólo ocurren… Y en todo orden de cosas, de ahí la importancia de reconocerlos.



Cuando hace poco más de un año el Romano Pontífice escribió la primera carta dirigida a los obispos chilenos en la que reconoce haber metido las patas sobre el caso del obispo Juan Barros, acusó explícitamente la falta de información “veraz y equilibrada”, afirmación que desencadenó una obsesión por identificar quién era el mal mensajero.
Si bien pocas voces afirmaron que aquello no se ajustaba a la realidad de los hechos, hace unos días en entrevista con Televisa, Francisco reconoció que gracias a la prensa se dio cuenta que las cosas “no eran como lo había visto”, o sea, no es que tuviera información poco veraz y equilibrada, más bien juzgó mal la que siempre tuvo a la vista. Si bien merece un análisis la mayor relevancia dada a la prensa y no a las comunidades de las que la prensa hizo eco, me quiero detener en la sutil diferencia de lenguaje que usó el Pontífice pues las consecuencias que ha tenido en Chile, son graves.
El reconocer que no estuvo desinformado sino que decidió creer en otros, permite sostener operó un sesgo cognitivo que irremediablemente lo llevó a tomar una postura otorgándole mayor credibilidad a la información entregada por el Nuncio o por sus amigos obispos, quienes poca simpatía tienen frente al proceso de movilización laical que principió en Osorno.
Y ese sesgo no es reprochable. Lo que sí es grave es que consciente de aquello decidera postergar un año su confesión, porque durante todo este tiempo quienes de buena fe confiaron en él centraron sus esfuerzos en robustecer canales fidedignos de comunicación para que el Papa siga decidiendo el bienestar comunitario con mayor lucidez en vez de preguntarse la sensatez que un hombre octogenario que no conoce las historias y necesidades de todas las comunidades, que tiene sesgos cognitivos como cualquier mortal, deba seguir decidiendo la elección de 5 mil obispos, entre otras cosas.
En consecuencia, muchos han dedicado el primer año de esta terrible crisis a intentar fortalecer la estructura que causó gran parte del daño: en creer que el Papa es Superman, que gente en el extranjero que no nos conoce ni les importamos se arrogue el derecho a decidir lo que es mejor para nosotros. En consecuencia, descentralizar la toma de decisiones no se asoma como algo deseable sólo para rebeldes sino además para papistas pues no hay persona en el mundo que pueda con un trabajo de tal magnitud. No luchar por esto, significa que casos como los de Osorno seguirán ocurriendo a un costo enorme.
Si la toma de decisiones, cualquiera sea su mecanismo, hubiese sido descentralizado mucho sufrimiento se habría evitado. Indigna constatar que a nivel de comunidades, desde los 90’s se viene señalando que hay una crisis, que existían abusos. Sin embargo, este centralismo jerárquico que prescinde de las comunidades, demoró casi 30 años en verbalizarlo porque no querían que su jefe detuviera sus carreras funcionarias.
Porque sí, si algo ha quedado en evidencia en Chile, es que en último término la jerarquía católica no necesita de las comunidades. Es autopoyética, vale decir, se crea así misma como un sistema. Es lo mismo que sucede en política: más del 90% del país desconfía de los políticos, pero ellos siguen ahí operando. En la Iglesia, el 85% de los fieles no confían en los curas ni en los obispos, pero ellos siguen ahí, como si nada, porque su legitimidad no depende del sentir del Pueblo de Dios, sino de una persona que viste de un difícil color blanco y que es elegida por ellos mismos.
Demuestra esto último los nombramientos episcopales de Alberto Lorenzelli y Carlos Irarrázaval, donde este último en recientes entrevistas se superó a sí mismo. Su nombramiento ¿corresponde al sentir de las comunidades? ¿Quiénes son los mensajeros que propusieron sus nombres? ¿Qué mecanismos tienen las personas ofendidas para hacer llegar su malestar? Entonces, ¿qué ha cambiado en todo este tiempo?
Si hay algo que ha cambiado, son rostros pues hay obispos que se fueron para sus casas. Pero cuidado, porque en enero de 2019, el comité permanente del episcopado chileno se reunió con el Papa en Roma. Allí Francisco les pidió perdón por cómo los trató, aceptó que obispos imputados por participación en delitos le dieran una clase de cómo se gestiona la crisis, y se comprometió a informarles a los obispos renunciados las causas de su remoción. Pero ¿las comunidades no tenemos derecho a lo mismo? A causa de esto último, el pasado 15 de abril el obispo Horacio Valenzuela fue el encargado de iniciar estas rondas de reuniones, asistiendo al Palacio Apostólico invitado por el mismísimo Papa, para ser desagraviado en la ofensa que le significó haber sido removido sin consulta previa.
Ahora, respecto a los administradores apostólicos, las cosas parecen no ser muy diferente, pues ¿qué mecanismos tienen las comunidades de Talca y Valparaíso para hacer llegar información al Papa sobre cómo Galo Fernández y Pedro Ossandón traicionan a las víctimas?
El único canal que se asoma es, irónicamente, el Nuncio Ivo Scapolo, apuntado como el principal responsable de la supuesta desinformación que el Papa acaba de desmentir. ¿Será por eso que aún no lo remueve de su cargo? Quienes hemos interactuado con él sabemos las prácticas matonescas del sr. Embajador, pero eso parece ser irrelevante.
He procurado presentar de la manera más lúgubre posible todo este panorama, porque es necesario que despertemos del letargo, del buenismo, con el que solemos abordar esta crisis institucional. No podemos apurar la resurrección si antes la crisis no lo aborda todo: espiritualidad, sacramentos, liturgia, derecho canónico… y sí, también la comprensión de la institución del Papado, porque mientras no nos cuestionemos la sensatez de que el Papado siga configurado como una monarquía absoluta y no como un aglutinador en la caridad, se seguirá perpetuando la crisis y haciendo cada vez más humanamente inabordable el cargo para quien asuma como Papa.
Este no apurar la resurrección pasa por contemplar el sepulcro en un tiempo de fidelidades. Por eso, ante la manía por los nuevos obispos, me pregunto ¿Por qué mejor no asumir unos 5 ó 10 años de una Iglesia sin nombramientos episcopales porque no hay nadie para los cargos en lugar de forzar nombramientos contraproducentes o de importación de extranjeros que no tienen idea de nuestra historia? Si llegó el tiempo de los laicos y laicas, pongamos todo nuestro esfuerzo para que al reloj no se le acaben las pilas justo ahora.
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* El autor es cristiano por elección. Al respecto, ser un laico, joven, papadre (en jerga nerudiana), pololo, tío y osornino han sido las experiencias de vida que más lo han marcado en lo eclesial. Fue vocero de los Laicos de Osorno. Actualmente es egresado de la carrera de Derecho de la Universidad de Chile e integra el directorio de World Wide Ending Clergy Abuse.